domingo, 23 de enero de 2011

¿Cómo no hablar de/con Dios?





(Historias para no dormirse en clase de sociología. Contado por Ray Matura, expuesto e interpretado por Daniel)


Os contaré una historia que ocurrió hace mucho. Eran los buenos tiempos aún cuando todo lo que sobrepasara mi habitación importaba más bien poco. Tenía solo 8 años y en clase pasaba todas y cada una de mis mañanas.
Siempre había sido un chico avanzado.
Me parecía insoportable la forma en que los profesores nos trataban, sobretodo la señorita Rose…daba la impresión de estar refiriéndose a una panda de anormales durante todo el tiempo; aunque también se deba decir en su defensa que escuchando a Shawn, Kyle y sus discusiones sobre dibujos animados el trato anormaloide estaba totalmente respaldado por la ley.
El punto inflexivo de esta historia ocurre cuando mis padres descubren que mi cerebro era de una calidad superior a la del resto de mis compañeros. Su decisión es intentar descubrir si poseo algún tipo de don “sobrenatural” que me permita expandir mis limites neuronales (o dicho en otras palabras, salvar a mi familia de la mediocridad absoluta) La música, pensaron…Nuestra vecina podía enseñarme todos los secretos de esa gran caja negra llamada piano. La señora Kimberley o “el maldito demonio” como yo la solía dibujar en mis obras maestras de aquellos tiempos.
La vecina ya trataba de inculcar piano a sus nietos, unos auténticos catetos y sus maneras doctrinales cambiaban drásticamente para con ellos. Por aquel entonces y aun ahora sigo creyendo que el catetismo esta premiado con los mismos trofeos que la genialidad.
Kimberley era alta y delgada como los arboles en invierno. Su pelo blanco y recogido en forma de perfecta bola ocupaba cada una de mis peores pesadillas. Sus métodos…sus métodos habían sido criados en años de trabajo en la granja de sus abuelos. Las llaves de una casa jamás antes habían sido utilizadas de una forma tan malvada.
Al equivocarte u olvidar alguna de las lecciones semanales la señora te propinaba un fuerte pinchazo entre las costillas con sus llaves. Desde entonces mantengo una manía por la cual no puedo sentarme al lado de nadie en público, es terrible…un compromiso al jugar con mis hijos en el parque.
Si tus dedos estaban helados en invierno, ella se encargaba de calentarlos rápidamente con fuertes golpes de regla. Era lo más parecido a un campo de concentración que he podido vivir, era el mismo diablo disfrazado de señora en bata. Incluso llegue a buscarle la cola, porque el diablo tenía cola, eso estaba más que demostrado.
No lo soportaba más, recuerdo que llegué a decírselo a mis padres, pero ellos se fiaban de las bondadosas charlas en las que Kimberley les dejaba saber que yo tenía madera de genio.
Justo durante esas semanas en las que el invierno se empezaba a apagar dejando al sol salir de nuevo, nuestras clases de religión se hicieron más intensas. Yo odiaba todo aquello…hablar con un ser sobrenatural, que vivía en otro mundo…por favor, ¿porque iba a creer en eso y no en los cuentos de fantasmas de mi abuelo?
Pero mi grado de desesperación era máximo, necesitaba ayuda, verdadera ayuda, ayuda divina.
Recé, lo hice como nadie jamás lo ha hecho, pedí y roge durante horas aquella noche.
Al día siguiente al volver del colegio y prepararme para mi lección/tortura de piano, mi padre me dio un abrazo. Eso jamás ocurría de forma natural o improvisada, algo tenía que haber ocurrido. Me comunicó casi entre lágrimas que la señora Kimberley había muerto. Mi reacción fue bastante fría ya que le pregunte a mi padre si había sufrido al morir o si por el contrario había sido rápido e indoloro. Me contesto, efectivamente, que no…que solo había sido una bajada repentina de tensión. El mundo se me vino encima…”repentina” “muerte” “dolor” las palabras me rebotaban en la cabeza…Dios existía o al menos para mí lo hacía. Eran justo las palabras que había repetido la noche anterior:
“Dios por favor, se que tu solo quieres el bien pero también se que has matado a gente antes. Lo hiciste en Egipto con gente que solo eran subyugados y que en realidad no querían estar allí en medio del mar en ese momento. Dios te pido por favor que…que….que…Ya sé que quizá suena un poco extraño, pero te pido que mates a la señora Kimberley. No quiero que lo hagas de forma tosca, no me mal interpretes, simplemente algo suave, que no sienta dolor…bueno…tu haz lo que quieras…pero que no haya sangre y que muera eso sí, que muera”

Ya no podía dejar de leer la biblia, me había comunicado con Dios, yo! El nuevo mesías! El salvador!
Un día después mis padres me obligaron a ir al entierro de la ya difunta por la gracia de Dios Señora Kimberley. Todos sus alumnos estábamos allí. Y recuerdo que jugábamos felices alrededor del cementerio persiguiéndonos. Observando la situación me acerque a uno de los niños y le pregunte por sus creencias religiosas. Estaba dispuesto a empezar mi camino espiritual católico desde ese mismo momento.
Mi pregunta fue clara. ¿Crees en Dios? Aquel niño me miro de forma sorpresiva y me contesto entre suspiros “si”, como si aquello se tratase de un secreto. Seguidamente me dijo que había hablado con Dios hacia unas semanas. Yo no podía creerlo. No era solo yo el mesías…¡era una labor de equipo! Seguí indagando y llegue a saber que cada uno de sus alumnos había rogado por la muerte de mi vecina.
Me sentí realmente mal entonces, porque Dios no me había escuchado sola y exclusivamente a mí en versión original. El Señor había escuchado un grito de suplica grupal y eso cambiaba mucho las cosas. Ya no era especial. Dios era como todos los demás…si lo pedimos en grupo seguro que funciona, era como los profesores o los encargados del comedor escolar. Dios no era como yo había pensado. Solo escuchaba si hablaban los catetos y por supuesto si eran más de dos.


Desde entonces me convertí en un completo ateo, y descubrí que la bajada de tensión de la señora Kimberley estaba más relacionada con sus antepasados que con el más allá parlanchín.

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